Estuve esperando el bus por cuarenta y cinco minutos y las nubes
se venían encima como si fueran una
cobija de agua oscura, cubriendo y agitando la ciudad. Fue allí en el paradero del autobús
y en medio del
cambio atmosférico que decidí que
no debía de ser quien soy. Fue en aquel preciso lugar
que decidí que debería de mudar de piel. Fue a esa hora
que me dió por soltar los
dedos de mis manos, de zafar mis piernas y de un desnudo brinco
caer en ese estanque verde, oliente y de podredumbres que estaba al pié
del paradero.
Sí, tenía que salir
de allí, de aquella ciudad,
de aquella vida, de aquella rutina que intoxica que
abruma y asfixia.
Ser algo diferente y así dejar de sentir
lo que siento. Hoy tenía que salir
de mi cuerpo y alma.
La brisa
refrescante, cuya misión es anunciar
la lluvia tempestuosa de verano, se metía y se colaba por las
calles, árboles
y edificios tratando de calmar el calor asfixiante de los meses de verano, pero lo único que
logró fue mezclarse con el dulce ardiente que revestía
el negro asfalto. También, revolcó
las hojas sueltas de los árboles, persiguió al polvo y aumentó en intensidad el infierno que se encerraba en mis entrañas y que se había convertido
en parte de esta ciudad.
Las cortas ráfagas
de viento no lograron refrescar mi ser. A estos inútiles intentos de la brisa, les siguió el vacío de un aire
ardiente calmando todos los intentos
de traer un fin al dantesco
pueblo de Tallahassee.
Creo que va a
llover y el bus no llega. Siempre se retrasa después del
almuerzo. En la mañana
los conductores son más puntuales pero
en la tarde se vuelven sorongos y perezosos. A lo
mejor es porque se quiere tomar una siesta y como no pue