El día en que los hombres de la subasta arribaron a su casa como un tropel de piratas saltando al abordaje a un buque en desventura, con el propósito de llevarse todos los enseres domésticos y objetos de valor, fue Guillermo quien asumió el mando. Su padre, desencajado, permanecía inerte, como un tripulante inservible, aferrado con una mano a la arboladura del buque y a una botella de aguardiente con la otra. Y su madre había buscado refugio en un camarote para llorar allí su desconsuelo y se encontraba en un estado de enajenamiento tal que ni siquiera parecía entender lo que le decían cuando le dirigían la palabra. Así los encontró ella cuando llegó al mediodía a la desoladora barahúnda del navío en despojo. Los hombres, dejados a su libre albedrío, iba y venían por toda la casa, espoleados por un afán de rapiña que sólo parecía quedar satisfecho cuando se apoderaban de algún objeto que pudieran añadir a su botín. Dos alzaban por aquí con el piano. Otros dos desguazaban la cama matrimonial. Varios descolgaban cuadros de la pared. Si hubieran querido robarse algo, nadie se habría dado ni cuenta. Pero, también al mediodía, cuando llegó Guillermo del trabajo, asumió el mando de aquel buque de infortunio cuyo maderamen emitía los últimos crujidos antes de verse abocado en forma irremediable a las profundidades. Como quien da instrucciones a un timonel por aquí para que tuerza el rumbo y a un marinero por allí para que temple el velamen, en aquel momento de desamparo frente al horror, Guillermo le quitó la botella de aguardiente a su padre, y le dio de comer, y lo metió en agua fría hasta que recobró la suficiente sobriedad para asearse y vestirse. Y a su madre, ella lo vio pasarle el brazo con ternura por encima del hombro y decirle: ¡Ven para atrás, mamá! ¿Pa qué mortificarse?