Del Corazón y la Guerra

La miraban con intensidad y preocupación esperando a que se recuperara del desmayo que había sufrido tan solo hacía unos minutos.

Se aclaró de nuevo la garganta y poco a poco se fué incorporando hasta quedar semisentada con la cabeza apoyada sobre un viejo almohadón de plumas.

Verónica , llamaba sin cesar a su madre en un intento de hacerla volver a la realidad. "¿Mamá estás bien? ¿Te duele algo?"

Anita negó con la cabeza que le pesaba enormemente mientras intentaba sobreponerse del desvanecimiento sufrido. La palidez mortal que momentos antes bañara su rostro, se iba disipando queriendo sonrosársele las mejillas, aunque tenía las manos y los pies ateridos todavía, como si se le hubiera congelado la sangre en las venas. Se estremeció ligeramente y su suegra se aprestó a echarle un mantón de lana hecho a ganchillo en la primavera pasada.

Don Jesús, con un tono ronco y suave sin poder ocultar la angustia que lo embargaba, le decía:

"Tranquila hija, no te esfuerzes. Necesitas comer algo y reponerte. Ya nos contarás mañana los detalles de lo sucedido. Ahora descansa."

Doña María se ofreció a traerle un caldo que había preparado aquella mañana como anticipando que tendrían visita. En un santiamén regresó con una taza llena del caldo hecho con huesos de gallina. Diligente y servicial se lo acercó a los labios mientra le decía:

"Bebe un poco Anita, bebe para que se te entone el cuerpo."

Y pensando para sus adentros : "Y para que se te entone el alma."

Allí se quedaron todos pendientes de sus gestos y de su respiración que se tornaba un poco más acompasada . La veían tan frágil, tan acabada . Parecía que se estuviera marchitando como les pasa a las flores y a las hojas de los árboles cuando llega el otoño.

Ella obediente y agradecida, empezó a sorber el caldo caliente y de agradable sabor. Lo hizo para complacerlos porque no le apetecía nada. ¡Apenas si alcanzó a beber un tercio de la taza! Qué va no podía tragar tenía un nudo en la garganta.

Paseó su mirada por la habitación que en otras ocasiones había compartido con su marido cuando habían ido de visita al pueblo. Era el cuarto que siempre había usado

Chema y que aún después de su partida, la madre había mantenido intacto.

Solo Doña María entraba en él para ventilarlo, quitarle el polvo y recordar a su hijo del alma. La misma cama alta con el cabezal de madera de roble y justo encima en el centro de la pared, un crucifijo rústico tallado en madera policromada. La mesilla de noche a la derecha, un armario apolillado por el tiempo se apoyaba contra la pared que quedaba enfrente de la cama. Una silla grande tapizada en verde oscuro, cuyo color se había desteñido con el paso de los años y del otro lado, la ventana que daba a un pequeño huerto donde se balanceaba un columpio suspendido por gruesas sogas de las ramas de un cerezo.