La mujer que huyó en primavera
En la primavera de mi décimo año fui testigo de los hechos que rodearon a la desaparición de una mujer que según dicen abandonó a su familia y huyó sin que nunca más nadie supiera de ella. Escuché por varios días los comentarios y opiniones de aquellos que se consideraban o decían amigos o conocidos de la familia en desgracia, quienes contribuían a la discusión manteniéndola así vibrante y estimulante para los oyentes. Fragmentos de esas conversaciones escuchadas a hurtadillas y versiones sumamente cuestionables de los hechos definieron mi percepción de los sucesos, los que pasaron a ser parte de los múltiples recuerdos de la infancia que habitualmente se dan por perdidos o que desaparecen en lugares recónditos del inconsciente. Ese recuerdo sin embargo, retornó a mi memoria en forma inesperada e indeseada, primero haciendo tímidas incursiones en mis sueños, después aterrorizándome con su presencia constante. Mi necesidad de encontrarle sentido a un pasado que no me pertenecía para así entender un presente que no entendía y sobre el que no tenía control , me obligaron a revivir esta historia tantos años después, cuando ya nadie hablaba de esa familia ni de Laura, la protagonista del escándalo. Necesitaba saber qué había ocurrido en aquella primavera para así entender y eventualmente aceptar mi propia vida. Y es así como esta historia se transformó en la historia de dos mujeres, Laura y yo y de mi alianza con los recuerdos.
El escándalo
El día en cuestión fue un viernes soleado y algo ventoso a principios de setiembre, el último día de clase antes del comienzo de las vacaciones de primavera . Recuerdo haber sentido ese entusiasmo característico de los que saben que tendrán toda una semana libre, sin deberes ni obligaciones. En lugar de encontrar las casas del barrio con sus puertas cerradas, las amas de casa esperando a sus hijos en el living, las mucamas preparando las meriendas,
"Venga Albita, es hora de ir a hacer nuestra caminata," la ayudante de enfermera le dijo a la vieja, su voz forzadamente paciente. La vieja, sentada sobre su silla ortopédica, apoyó la mano atravesada por gruesas venas y los dedos artríticos sobre el bastón de madera caoba y la miró con desconfianza de reojo. Antes de que Mirtha pudiera darse cuenta, el golpe del bastón sobre sus anchas nalgas la hizo gritar de sopresa y dolor.
"¡Ouch! ¿Pero qué está haciendo Albita? No puede pegarme, abuela. Venga, vamos a caminar." Otra vez la vieja le pegó un bastonazo, esta vez seguido de una diatriba de palabrotas e insultos .
"Te pego en el culo, andá, andá." Furiosa, Alba tuvo que ser controlada por cuatro enfermeros musculosos que acudieron en ayuda de Mirtha quien sobresaltó al personal de la casa de ancianos con sus gritos. No sin poca dificultad doña Alba fue sosegada y amarrada a su silla.
"Se despertó como loca," se quejó Mirtha a su supervisora. "Se pone así por las tardes, y Dios nos ayude esta noche, promete ser mala."
"Putas, son todas putas," seguía gritando la vieja, sin mirar a nadie y agitando su bastón en el aire antes de que fuera confiscado por Juan, uno de los varios encargados de cuidarla. "Vamos, vamos abuela, calmesé, no es para tanto."
Alba siguió musitando en forma inintiligible, hasta que Juan logró que tomara los medicamentos luego de lo que dormitó por unos minutos. Cuando el personal creyó que reinaba la calma nuevamente, fueron espantados por los gritos de la que ocasionaba los peores disturbios en ese hogar donde se suponía que los viejitos pasarían los últimos días o meses, si tanto, de sus vidas.
"¿¡Dónde está Azucena!? ¿¡Dónde se metió!?," gritaba ahora. Mirtha se aproximó con cuidado, asegurándose de que Alba no tenía el bastón. No estaba dispuesta a recibir más golpes. "¿Decime Albita , quién es Azucena?," le preguntó con cautela.